sábado, 18 de junio de 2016
Capítulo 8: Me disfrazo de ti, te disfrazas de mi... y jugamos a ser humanos en esta habitación gris… · Chapter 8: I dress you, you dress up me and we play humans in a grey room...
Frente a ella, aún en la puerta, aún le retumba la última frase que ha dicho en la escalera:
-Te acompaño en lo que quieras.
- Sí pasa, pasa, claro. Aún te tengo en la escalera. pasa. - Se gira con destreza. En el fondo se gira para que le mire el culo. Se ha vestido expresamente para eso, para que se lo mire, como antaño. Recuerda las veces en las que sentía su mirada clavándose en su trasero en las cenas, en las comidas familiares, en los bares, en casa al acabar de hacer el amor, sin ropa alguna. Ese era el mejor momento, la mejor de las miradas. Las mejores miradas de los otros, las que nos marcan por dentro, siempre son a las espaldas. Son las que sentimos sin mirar. Son las que nos atraviesan, de algún modo, desde la espalda hasta la parte delantera del estómago. La mirada se queda dentro, sin poder salir,moviéndose por todos los rincones, chocando con las paredes estomacales. Ya no escapa de ahí dentro, o es capaz de salir.
Ahora, que sentía como la miraba a sus espaldas, era como si un animalillo asustado rascase con sus uñas la piel por dentro.
Se metió en la cocina y abrió la nevera. Aquellos días que había estado sola no había comprado mucho alcohol.
-¿Cerveza?- silencio. Al minuto, le oyó desde el balcón. Había salido fuera a mirar aquella calle tranquila y poco transitada del Eixample barcelonés.
- Sí. Ya te he dicho que beberé lo que bebas. - su semblante era serio. Como si con la mirada quisiese reprocharle todos los años de silencio en los que no habían sabido nada el uno del otro. En los que el desconocimiento de sus vidas era lo normal, lo aparentemente deseable. Mía lo entendió. Entendió la mirada dura y el gesto frío.
- ¿Cómo estás?- preguntó, simulando una sonrisa menos intensa de lo que le gustaría.
El semblante de él cambia. Echa su espalda hacia atrás y emite un suspiro. Profundo y corto. Parece haber expulsado algo pesado que ahora queda en el aire y que casi puedo ver. Que casi puedo tocar.
- ¿Cómo estás?- preguntó, simulando una sonrisa menos insegura de lo que le gustaría. Era como caminar en la cuerda floja. Cada palabra podía ocasionar una caída. Cada caída podía romper algún hueso. Cada rotura era una escayola, una inmovilización. Y así, sucesivamente. Por eso, cada palabra era pensada y repensada con la máxima cautela. Con la cautela del funambulista que tiene conciencia del peligro, pero que sigue subiendo a esa cuerda fina donde ni por asomo le cabe la planta del pie, porque sabe que no hay opción. Que la opción es la cuerda. La opción es el pie sobre la cuerda. La opción es avanzar. Aunque el medio por el que se camine no sea de nuestro agrado, a veces. Estamos hechos para vivir. Los medios importan poco. Es solo coger aire. Es solo apoyar los pies. Decidir que no hay otro modo de vivir. Si no es arriesgándolo todo por dar un paso.
Ahora el semblante de Pablo había cambiado un poco. Se había echado hacia atrás, y había suspirado... como si la respuesta fuese tan larga que no valiese la pena pronunciar una palabra. Parecía querer decir... "A buenas horas..." Aún así, Mía esperó, paciente. Con la mirada del cordero que espera ser degollado y que no escapa, pues tiene la esperanza de la misericordia del asesino al mirar sus ojos.
- Pues... cómo estoy... Bien, supongo. Ahora bien. Pero he pasado años muy malos Mía. Muy malos. Durante unos años, después de que dejáramos de vernos, estuve trabajando para una multinacional muy importante. No viene al caso decir el nombre. Trabajaba diseñando coches. Fueron unos años increíbles, seis años. En los que lo tuve todo. En los que viví en un piso con jacuzzi. Estaba con una mujer superficial. Vivía en un mundo superficial. Y en parte trabajaba en lo que me gustaba. - su mirada se dirigía al infinito, ni una vez fijó la mirada en mi. Tanto era el rencor que tenía hacía mi en aquel momento, recordando esos años en los que no tuvimos ningún tipo de contacto. En los que su móvil estaba borrado de mi agenda y el mío estaba borrado de la suya. No podíamos saber qué era de nosotros, ni aunque yo lo pensara más veces de las hubiese querido.
Aunque él hiciese lo mismo. Aunque le hubiese gustado que él hiciese lo mismo. Pensar en ella de vez en cuando. Acordarse de algunos momentos que le habían dejado marca en la memoria.
- ¿Y ahora? ¿Ahora cómo estás?- un paso hacia delante. Mirada de Pablo al infinito de nuevo. Se toca el pelo, se mete luego la mano en el bolsillo. Desde la ventana puede ver como la vecina de en frente camina por el comedor. Coge el botellín de cerveza y bebe un poco.
- Ahora bien. Al menos tengo trabajo. Es un trabajo de mierda pero supongo que no puedo pedir más de momento. Es lo que encontré después de que la empresa de mis sueños cerrara y nos echaran a todos a la calle. Me costó aceptarlo, pero bajé el listón de mis exigencias. Y ahora puedo vivir con un sueldo mucho menor al de antes, pero cómodo. No me puedo quejar, de verdad. En realidad estoy agradecido por haber encontrado este trabajo. Hubo un momento en el que me vi directamente viviendo bajo un puente. Con lo raro que es llegar a esa imagen de uno mismo. Pero me vi, Sin nada. Ahora otra vez la estabilidad. Aunque sea una estabilidad medio deseada, me da paz.
- Me alegro de que estés bien, ahora. No me alegro de que lo hayas pasado mal, supongo que el cambio no fue agradable al principio... - no sabía por qué estaba diciendo tonterías. Claro que nadie se alegra de que algo vaya mal en la vida de otra persona. Los nervios... no sabía qué decir. Ponerse en contacto con él después de tanto tiempo era casi absurdo, incomprensible. Mía sabía que tenía novia. Lo había visto a través de Facebook una de las veces que intentó ponerse en contacto con él. Pero prefirió no entrar en ese tema. Ni siquiera habían sobrepasado el poder hablar de los años que no se habían visto. Preguntar por la vida sentimental de cada uno era superfluo. Primero, tenían que comunicarse, con éxito. Sin demasiado daño. Sin demasiadas caídas ni reproches. Después lo demás. De todos modos, Mía no sabía a dónde podía llevar la tarde. Ni el por qué de estar allí. Sentada. En su casa. Con Pablo.
Pero no habría dado marcha atrás, a pesar de.
La tarde avanzó. Hubo suspiros. Y miradas de reproche. Hubo alguna que otra confesión. Y el decir de salir a tomar algo al local donde habían pasado la mayoría de los mejores ratos adolescentes. Iban paseando despacio. Como la conversación y como el reconocimiento mutuo.
Y Mía volvió del baño. Pablo seguía sentado en el taburete de la barra viéndola avanzar. viendo como sus caderas se movían al compás del contacto de sus tacones con la madera del suelo del local. Tat. Tat. Tat. Tat.
Y cuando iba a alcanzar su taburete la cogió del antebrazo. Ella se giró. Sus ojos se volvieron profundos. Mutaron en ojos antiguos. Llenos de historias que nunca podrían contarse con sinceridad, pero que guardaban el recuerdo de aquella historia entre los dos. Aquella historia no estaba sepultada en la memoria. Ardía, todavía. Pablo apoyó el cuerpo de Mía de espaldas contra el suyo. Su mano había entrado ya debajo de su falda y sentía su aliento en el oído.
- Sé que tienes novia, Pablo - la mano de él deja de moverse.
- ¿Por qué has tenido que decir eso? ¿No era bonito lo que estaba pasando? ¿Por qué siempre haces eso?
- ¿Hacer el qué?
- Desear algo y de repente ponerlo a prueba. Para ver lo que pasa.
- No estoy haciendo eso. Solo quería que supieses que lo sé. ya está.
- Pues ya sé que lo sabes. ¿Podemos seguir donde lo habíamos dejado?
Sí. Era el descaro lo que echaba de menos, todos aquellos años. Aquel descaro que hacía que sus instintos más primarios despertaran. Aquel descaro que la hacía poder ser sin sentir culpabilidad.
El olor era el mismo. Y no hay nada más fuerte para unirnos a alguien que el olor. Sabía que si volvía a olerle y lo reconocía, sería como si los años no hubiesen pasado en absoluto. y volvería al momento en el que lo hicieron por primera vez en la mesa del comedor de casa de sus padres. Era Navidad, y la mesa estaba decorada con un centro de mesa enorme, con plantas y una vela en medio. El pelo de Mía se llenó de purpurina. Era la primera vez que lo hacía de esa manera con alguien. En una mesa. De aquella forma salvaje en la que sin embargo cabía algo de ternura.
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