domingo, 30 de agosto de 2020

UNA NUEVA HISTORIA: CAPÍTULO 1. UNOS DÍAS EN LA PLAYA {Creciendo y encogiendo}


"Si me hace crecer podré coger la llave; y si me hace encoger, podré deslizarme bajo la puerta; así que de cualquier manera entraré en el jardín, ¡y no me importa lo que ocurra!"."

Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carrol




Pasar unos días en la playa con la familia siempre está teñido de ternura y de extrañeza. 

Allí, en la playa. En la casa de los padres se suceden los reencuentros con partes de ella misma que hace tiempo que intenta dejar atrás. Se siente frágil. Y otra vez pequeña. Ahora, con la llegada de la pequeña, es como si todo volviese a su lugar y se apaciguase. Y a una la dejan crecer, a veces, por momentos. Creces y te encoges. Creces y te encoges. 

Y, entonces, de repente comprendió el proceso de Alicia o de Lolita. Que crecen y se encogen como en una especie de baile. 

¿Le pasa eso solo a las mujeres? 

Cuando piensa en eso solo piensa en ellas. Ellas en general. Creciendo y encogiendo a lo largo de la vida. Con sus padres. Con ese compañero. Con esa compañera. Con el hijo. En el trabajo. Esa sensación. Constante. 

Como el vaivén de las olas del mar en la orilla que tanto le gusta observar. 

Los días en la playa se suceden escuchando voces familiares. Pasos familiares. Olores familiares. Volver a la familia es esencial, de vez en cuando, algunas veces, para huir del "mundanal ruido". 

  

¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
                                                                                                       Fray Luis de León

La casa familiar es aquella donde siempre la esperan. Es aquella a la que siempre se puede volver. Malherida. Bienherida. Siempre se puede volver. Cambian cosas. No reconoce el nuevo bañador de su madre. Su padre está construyendo una habitación en la que poder escuchar música y cantar que está llena de polvo y de cosas antiguas. Cosas que no siguen ninguna norma escrita más que en el espíritu de su padre. Eso la emociona. Y la extraña. Porque hay cosas que creemos entender y no entendemos. Y los comportamientos de la familia son una de esas cosas. 

Al llegar a la casa hay un nuevo habitante. 
Es una niña. 
Una niña pequeña que justo empieza a descubrir el mundo. 

Siempre había pensado que esa casa de campo cerca de la playa era ideal para descubrirse a la vez que se descubre el mundo que hay a tu alrededor. El acceso a las plantas y las flores. La tierra. El paisaje de las montañas a lo lejos. El agua de la piscina. Los bichitos. Los molestos bichitos aquí y allá. Van y vienen sin miedo de estar donde no deben estar. Porque siempre están donde deben estar, indiscutiblemente. 

Y los amaneceres. Y las puestas de sol. Y el aire huele diferente. 

La nueva habitante lo mira todo con curiosidad. Camina un poco. Se cae y se levanta rápido. Gatea por encima del cuerpo de ella como si ella fuese un cojín, una montaña o nada. Simplemente un obstáculo que se encuentra en su camino y que debe sortear. La nueva habitante lo llena todo de un aire especial. Un aire nuevo. Tiene los ojos grandes y redondos y las manos pequeñas. Pasos decididos a pesar de que ni siquiera camina. Y habla su propio idioma. Un idioma formado por sonidos que dentro de muy poco serán palabras. ¡Qué pena! Ahora ella puede decirlo todo. Luego ya no podrá, y será esclava de lo que pueda decir con palabras. Y no como ahora. Que puede nombrarlo todo. Decirlo todo. Pedirlo todo. Porque todo existe en su lengua. Le da cierta pena saber eso y no poder advertirla. Pero no puede hacer nada. Dejar que disfrute ahora de ese gritito, ese sonido ininteligible. Luego todo desaparecerá y tendrá que decir "gracias" y "por favor". Y aparecerán las personas a su alrededor diciéndole cosas que ella deberá entender. Aunque no sea así. 

La nueva habitante de la casa ha aparecido para moverlo todo de lugar. Para sacudir todos los objetos y todas las personas de la casa. La nueva habitante es un pequeño motor. Un corazón diminuto que bombea sangre a las cosas de allí dentro, de dentro de la casa. Y la casa está un poco más viva por ella. Las paredes laten a otro ritmo y la recogen. Ahora, la nueva habitante forma parte de la casa. Y forma parte de la vida. Y se encoge y crece como el resto de los habitantes. 

Hay algunas cosas que no conoce y hay que mostrarle. Algunas son demasiado grandes todavía para ella. Y otras no. Otras están hechas justo a su medida y son los adultos con su experiencia los que le dicen esto sí es para ti y esto todavía no. Un acto tan injusto como el de toparse un día con el mundo de las palabras. 

Esta palabra sí es lo que quieres decir. Esto es lo que puedes hacer. Solo tienes un año, nueva habitante de la casa. Y con ese año puedes hacer todas estas cosas. 

Le muestran el camino a ella, que aún no camina. Pero ella tiene otros planes en la cabeza. Ellos quieren que coma y ella quiere ver al gato. Ellos quieren que duerma y ella gatear rápido para encontrar un rincón oculto donde poder observar una cosa nueva. Porque cada día ve cosas nuevas. Cosas que nunca ha visto. 

En la familia que habita en la casa siempre ha habido gatos. Así que es normal que a ella le gusten. Y siempre ha habido miedo, así que también es normal que ella lo tenga un poco. Aunque, se le antoja que la nueva habitante tiene un poco menos de miedo que todos. Y se le antoja que ojalá la dejen en paz y la dejen vivir sin miedo. 

Estos días en la playa Mía no ha hecho más que crecer y decrecer al ritmo de las olas del mar. Ha utilizado las manos, la piel, el lenguaje, la boca. Ha escuchado las historias de su padre que aún no entiende. Su padre habla otro lenguaje. Un lenguaje antiguo al que está accediendo poco a poco según pasan los años. Es el lenguaje de la nueva habitante. 

El padre tiene sesenta y siete años y la nueva habitante solo uno. Pero están cerca en lo que quieren decir. Quieren palabras para nombrar el mundo que existe solo para ellos. Sin que interfiera nada en ellos y el mundo. Al padre de Mía nadie le enseñó el  mundo, así que tuvo que descubrirlo solo. Y la soledad para un niño que necesita una mano que le guíe es cruel. 

Estos días le ha dado tiempo de observar, como la nueva habitante. De observar a todo el mundo. Su hermano -padre de la nueva habitante- tiene dos lunares en la espalda. Si trazas una línea de uno a otro lunar es una línea recta. Como él. Es su línea recta, ya escrita en su espalda desde el nacimiento. Ahí está su vida. Aunque no podamos entenderla. Mía tiene tres lunares en el muslo derecho. Si trazas tres líneas entre ellos y unes los puntos son un triángulo. También es su vida. ¡Ojalá tuviésemos siempre tiempo de mirar las cosas! Y a las personas queridas y cercanas. Hay tantas cosas que quiere mirar. Y tiene ese deseo para la nueva habitante. Que mire mucho. Y que tenga mucho tiempo de mirar las cosas y a las personas que se vayan cruzando en su camino. La nueva habitante tiene mirada intensa y es muy observadora. Ojalá no la pierda nunca. 

Mía se quedará siempre con las cosas pequeñas. Que ahora es pequeñita y cuando toca la arena de la playa la nueva habitante siente piedritas bajo la planta de los pies y le tiemblan las piernas. 
Se queda con poder señalarle un avión al pasar y decirle "es un avión". La pequeña dirige la mirada allá donde señalas. Y son un montón de cosas que aún no sabe del mundo. 

Mía se queda con poder llevarla en brazos y hablarle de las cosas a su alrededor. "Esto es una ola", "Aquellos son tus padres". Ellas están sentadas en la orilla de la playa en un día nublado. El viento revuelve el mar. Y las olas rompen en la orilla con fuerza. Las dos miran las olas, una a una, manchar la arena, una y otra vez. Y, entonces, recuerdo a Gabriela Mistral: 

"Dame, Señor, la perseverancia de las olas del mar, que hacen que cada retroceso sea un punto de partida para un nuevo avance."

Y eso le deseo a la nueva habitante de la casa. La perseverancia de las olas. Que no se le olvide.