sábado, 18 de junio de 2016

Capítulo 7: Huellas · Chapter 7: Footprints

Tu huella es desde el inicio. Desde hace mucho tiempo que está en mi. Una especie de tatuaje que muchas veces he pensado en devolverte de la peor de las formas. Tirándome encima de ti, acechándote en la calle a la salida del trabajo. Me gustaría no tener que esperar apoyada en una farola recién pintada y no tener que acercarme como los humanos, poco a poco y siempre con las palabras de por medio. Quiero verte, y sentir el instinto de caza. Sentir que tengo una presa que se mueve. Por eso tu olor era y es algo importante. Por eso mi olor era y es algo importante. Por eso no podemos ponernos perfume en absoluto. Por eso cada vez que lo haces pierdo el rastro. Y cada vez que lo hago pierdes el rastro. Pero, sin temor, volvamos al momento de la farola recién pintada. A la mirada fija en una puerta que es la puerta de tu trabajo. A la hora en la que sales y vuelves a casa, al hogar, aquel lugar en el que yo no quepo, en el que tú cabes contorsionándote. Volvamos. Por la mañana has trazado un plan. Un plan de caza. Muchas personas no lo tienen, pero tú sí. No eres fría, pero analizas las cosas y haces planes que parecen mapas. Mapas que sigues fielmente una vez trazados y que te llevan a la presa, que luego cogerás del cuello sin pedirle permiso -los depredadores no piden permiso- y haciendo caso omiso a los grititos de auxilio... a los gemidos que nacen de lo más hondo, es dolor, y es amor, es supervivencia y comprensión del fin en la boca de otro, en el ser de otro, es comprender la esencia de tu cuerpo que alimenta otro cuerpo. Ha nacido para ti, y así lo harás saber. Volvamos, a la farola recién pintada. A mis ojos. ¿Tengo miedo de ser así de salvaje? ¿Tengo miedo de que después de aceptar que te puedo comer me pueda comer a otras personas? ¿Me pueda comer ideas? ¿Me pueda comer valores? Y mirar a la gente, mirar a la sociedad. Y querer comérmelo todo. Y probablemente lograrlo. ¿Tengo miedo de lograr algo por mi misma? ¿Tengo miedo de ser todo lo fuerte que imaginé? ¿Tengo miedo de alcanzar una profundidad sin vuelta en los ojos de las personas que luego siempre quedará grabada en mis ojos? ¿Tengo miedo de que tu marca, la que yo te infrinjo, sea después una marca en mi? ¿Que mis movimientos recaigan?¿Tengo miedo de mi, al fin y al cabo? Acepta que tienes miedo de ti. Que si te conocieses te darías mucho miedo. Que serías para siempre el gato negro de Poe paseando por tu cuerpo. Ese animal que lleva dentro todos los miedos, todas las preguntas, todas las respuestas. La muerte, al final. Me quiero acercar tanto a la verdad que de repente me da pavor encontrarme con los ojos de la muerte de frente. Sé que esos ojos están en cada persona con la que me cruzo. En cada momento intenso. Porque todos los momentos intensos mueren lentamente. Son como las estaciones. Variables. Y los humanos no entendemos de ciclos naturales. Alejados de lo salvaje como estamos, lo único que podemos hacer es hilvanar teorías para entender la grandeza que nos conforma. Para entender la promesa de lo que somos. Una promesa. La que cada día te haces y me hago y nos hacen y se hace. Una promesa. Una promesa que puede cambiarte la vida. Pero puede no hacerlo, también. Aceptar lo bi es la clave. Aceptar los dos caminos. Aceptar que soy esto, pero también aquello. Y que una cosa no quita la otra. Aceptar que tu huella está. Que quema. Que me duele. Que me da placer que me queme, que me duela. Que soy un pequeño ser que sufre, y que da placer, y al que le dan placer. Con una huella en el vientre que hiciste tú, que dejas marcas allá donde vas. - Tengo ganas de marcarte. Tengo ganas de morderte. De arañarte. De hacerte daño. De mirar las marcas. De sentirme culpable por haberte hecho mis marcas. Quiero ver mi huella en ti. Que mis ojos guarden esa imagen, la gran garra en tu espalda, los tres arañazos de arriba a abajo de tu cuerpo- te digo, entre envalentonada por el deseo y avergonzada por las tonterías que soy capaz de decir. Me miras fijamente, ausente. Yo estoy desnuda y tú vestido. Me coges como si quisieses acunarme y dormirme. Tus manos recorren mi cuerpo, de arriba a abajo, lentamente, como si acariciases a tu gata mientras ves la tele estirado en el sofá ya entrada la noche, sintiendo el cansancio del día de trabajo en los párpados. Miras mi pubis, acaricias mi vientre. Me das un beso, en la cadera, y muerdes un poco. Casi es imperceptible. Y susurras: - La huella es mental - abro los ojos. Tengo tantas ansias que dejo la profundidad que tanto me gusta a un lado para poder clavar colmillos y ver brotar la sangre de un cuerpo. Luego, orgullosa, me voy a dormir con la satisfacción de la caza. Con el morro de zorra arrastro el conejo por el cuello hasta la madriguera. Y lo dejo en el suelo aún entre mis dientes, para que acabe de morir mientras siento sus últimos latidos en mi lengua. Ese es el momento humano que no había entendido y que tú, con cuatro palabras, me has traducido, para poder vivir. Como una persona. Como una persona mínimamente cuerda. ¿La huella es, entonces, mental en este lado? Y entonces todo encaja. No tengo madriguera. Ni pelo en el cuerpo. Voy corriendo hacia el espejo, así, como me has dejado, como te he despedido, desnuda. Me miro. La miro. Frente a mi hay una mujer. Me acerco. Levanto con la mano derecha mi labio superior. No tengo los grandes colmillos de la zorra. Los que sirven para arrancar la carne de la presa. No tengo sus orejas negras y triangulares para escuchar a los indefensos conejos comer hierba. No tengo la potencia de sus ojos color ámbar que son capaces de ver a kilómetros. Ni el morro alargado. No tengo la cola, espesa, peluda, hermosa. Ni las patas finas para correr a la velocidad del viento, para dar saltos increíbles. ¡Dios mío! ¡No tengo bigotes! Y te has ido. He cerrado la puerta y te has ido. No tengo presa en las fauces. Ni sabor en la garganta de sangre fresca que voy tragando poco a poco. Te has ido. No pasaría nada. Si no hubiese decidido ponerme de frente a este espejo enorme. Y si no hubiese descubierto esto. No tengo madriguera. No soy un animal. Soy una hembra humana. Soy una mujer. Sin pelo en el cuerpo. Delicada. Sin garras. Sin colmillos. Sin cola y sin morro. Ando de pie, mi peso lo aguantan mis dos piernas. Estoy erguida. Mi columna está recta en vertical. No ando a cuatro patas. No tengo la columna horizontal. He evolucionado. De algún modo y en algún momento he evolucionado. Me hace tanto daño. Porque el instinto, el del centro, es salvaje. Es indestructible. Es intrínseco a mi. Pero la realidad es la del espejo, parece. Parece que es lo que los demás ven. Y por eso me juzgan. Porque estoy intentando hacer un millón de huellas en pieles cuando nosotros, los humanos -ahora tengo que empezar a pensar en estos términos plurales e incluyéndome: nosotros- no hacemos esas cosas, que son de bestias. Nosotros hablamos mucho. Utilizamos poco la fuerza física. Encandilamos y decimos verdades y mentiras según la ocasión lo merezca. Verdades y mentiras. Pim-pam. Cerramos y abrimos los ojos. Miramos profundamente y hablamos de sentir, más allá de la piel. Cuando todo empezaba en la piel. Cuando nos dirigimos al deseo por la piel. Y por algo muy bajo que no sabemos identificar. Pero vale. La huella es mental. Y yo soy una mujer. He ahí la cuestión.

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