Hace tiempo que has desaparecido. Pareces no estar. Caminas lento y pausado por la casa sin mirar alrededor. Abres y cierras puertas. Enciendes luces. Haces ruidos estridentes que rompen el silencio de golpe. A veces toses. Estornudas. Se te cae una cuchara. Y yo me doy cuenta de que sí. De que estás. De que vivimos juntos.
Hace tiempo que ya no hablo de casi nada. Porque cada vez que hablo acabamos a gritos. Y eso es porque no te veo. No sé con quién estoy hablando, porque la persona que eras ya no está. En su lugar, hay un ser desconocido y oscuro. Un ser malhumorado. Un ser indescriptible. Como si tu proceso de putrefacción hubiese empezado sin yo darme cuenta. Dicen que a las personas que irradian luz las mueve el amor. Y tú, que cada día estás más oscuro, pareces alimentarte de odio. Odio hacia ti mismo y hacia todo lo que te rodea. El odio parece ser tu única conexión con el exterior. Y no deja crecer nada a tu alrededor.
Pensaba que lo tenía controlado y pensaba que podría ayudarte, de algún modo. Acercándome a ti y escuchando lo que tenías que decir, por muy malo que fuese. Pero desde hace un tiempo acercarme a ti es imposible. La lengua ya no nos une, como antes. Porque me he dado cuenta de que tu oscuridad va más allá de cualquier lengua. Y yo siempre he confiado en las palabras, y si no en tus ojos. Pero es que tu mirada ya no me habla. Has construido un muro y te has afincado tras él. Y no hay forma de comunicarse, así.
Entonces. ¿Qué hago con todo ese ruido que me rodea? ¿Qué hago? Porque es como si un fantasma se hubiese apoderado de la casa. No está, pero está en todos los lados. Y yo estoy y no estoy en ninguno.
Y, por supuesto, ese nosotros que un día fuimos se ha muerto de falta de luz, y de amor, y de cariño, y de empeño y de deseo.
Pensaba que podría ayudarte, y me estoy enfermando.
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